jueves, agosto 7, 2025

Por qué investigamos el fondo del mar?

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Rodrigo Rodriguez Tornquist (*)

El océano no es solo un paisaje azul que enmarca nuestras costas: es el motor oculto del clima, la despensa de millones de personas, un gigantesco reservorio de biodiversidad y, cada vez más, el escenario de nuevas disputas geopolíticas.

Estudiar el océano es entender cómo funciona la vida en la Tierra y anticipar cómo debemos cuidarla para que siga funcionando.

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La razón más obvia es ambiental: el océano absorbe gran parte del CO₂ que emitimos, regula la temperatura global y produce más de la mitad del oxígeno que respiramos. Pero esa no es la única. Bajo las olas hay recursos que despiertan apetitos: pesca, hidrocarburos, cables de comunicación, rutas marítimas y ahora minerales en el fondo marino. Todo eso se reparte según reglas que definen qué país tiene derechos en qué zona, hasta dónde puede explotar recursos, y qué partes del mar pertenecen a toda la humanidad.

Para entender —y defender— estos derechos, hace falta ciencia. Los impactos por intervenir estos ecosistemas pueden ser irreversibles. Pero los intereses por acceder a ellos aumentan.

¿Quién decide sobre los océanos?

El océano no es un espacio homogéneo: se organiza en tres dimensiones (superficie, columna de agua y fondo marino) y se divide legalmente en zonas con distintos niveles de control según la distancia desde la costa. En las primeras 12 millas náuticas, los Estados ejercen soberanía total: pueden controlar el tránsito, la pesca, los recursos del lecho marino y el sobrevuelo.

De las 12 a las 200 millas, en la zona económica exclusiva, mantienen derechos exclusivos sobre los recursos naturales del agua y del fondo, pero no tiene soberanía sobre el espacio aéreo. Más allá de las 200 millas, puede extender su control sobre el subsuelo si demuestra que su plataforma continental se prolonga geológicamente, tal como logró la Argentina en 2016.

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En las profundidades que quedan fuera de toda jurisdicción nacional, conocidas como “la Zona”, ninguna nación tiene dominio: su administración recae en la Autoridad Internacional de los Fondos Marinos, un organismo de la ONU que actúa en nombre de la humanidad para garantizar un uso equitativo y ambientalmente responsable de los recursos.

Conocer el fondo del mar es condición para decidir qué hacer y qué no.

Intervenir sin conocimiento suficiente puede tener consecuencias irreversibles.

Antes de autorizar actividades extractivas, hay preguntas ineludibles: ¿Qué sabemos realmente del ecosistema? ¿Cómo mediremos los impactos? ¿Qué alternativas existen? ¿Quién se beneficia y quién asume los riesgos? ¿Podemos monitorear y reparar los daños si algo sale mal? La ciencia no tiene todas las respuestas, pero ayuda a hacer las preguntas correctas.

Mientras tanto, diversas filantropías toman partido. Algunas, como Bloomberg Philanthropies o Schmidt Ocean Institute, financian ciencia abierta y promueven moratorias precautorias en las actividades riesgosas (como la minería submarina). Otras impulsan la innovación para explorar con menor impacto. Por otro lado, actores corporativos y estatales presionan por habilitar el acceso a minerales estratégicos.

El fondo marino ya es escenario de tensiones entre potencias por el acceso a recursos minerales.

¿Debe priorizarse el desarrollo económico o la protección ecológica? ¿Cómo garantizamos una distribución justa de beneficios?

América Latina tiene mucho que aportar. Por su biodiversidad, posición geopolítica y capital científico, puede jugar un rol clave en la investigación oceánica así como en la construcción de marcos justos y sostenibles.

Pero eso exige liderazgo, coordinación regional y visión de largo plazo.

Estudiar el océano no es una curiosidad científica. Es una herramienta de soberanía, de conservación, de justicia. Es saber cómo proteger lo que nos protege. Porque mientras más profundo es el mar, más urgente es entenderlo. Y cuidarlo.

(*) Docente UNSAM y ex-Secretario de Cambio Climático, Desarrollo Sostenible e Innovación.

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